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Recen por mí

El papa Francisco murió el 21 de abril de 2025, a los 88 años, en la Casa Santa Marta, su residencia desde que asumió el pontificado en 2013. No vivió en el Palacio Apostólico. No usó zapatos rojos.

Abril, 2025

Recen por mí

El papa Francisco murió el 21 de abril de 2025, a los 88 años, en la Casa Santa Marta, su residencia desde que asumió el pontificado en 2013. No vivió en el Palacio Apostólico. No usó zapatos rojos. No se hizo llamar por un segundo nombre. Jorge Mario Bergoglio, argentino, jesuita, hombre de gestos simples y decisiones profundas, fue el primer papa no europeo en más de 1.200 años —el último había sido Gregorio III, un sirio, en el siglo VIII— y el primero originario del hemisferio sur en toda la historia de la Iglesia.

Su muerte no solo marca el fin de un papado, sino el cierre de una época que, para muchos, se sintió como un intento por reconciliar la Iglesia con el mundo contemporáneo. Desde sus primeros pasos como obispo de Roma, Francisco quiso despegarse del boato vaticano: vivió con austeridad, dijo lo que quería decir y prefirió el contacto humano al protocolo. Lo suyo fue una transformación más cultural que doctrinal: una forma de habitar el cargo, de mirar a los márgenes, de interpelar tanto al poder eclesiástico como a la sociedad entera.

Nacido en Buenos Aires en 1936, hijo de inmigrantes italianos, Bergoglio tuvo una vida marcada por el trabajo, la vocación religiosa y una inteligencia práctica que lo llevó a ocupar puestos clave dentro de la Compañía de Jesús. Fue provincial de los jesuitas en Argentina durante los turbulentos años setenta y, más tarde, arzobispo de Buenos Aires. En una Iglesia muchas veces ensimismada, su presencia en villas, cárceles y hospitales lo distinguió. Su mirada pastoral fue lo que lo impulsó, en medio del humo blanco del 13 de marzo de 2013, a ser elegido como sucesor de Benedicto XVI, el primer papa en renunciar en casi seis siglos.

Francisco no fue un papa perfecto. Tuvo detractores dentro y fuera del Vaticano. Para algunos fue demasiado tibio; para otros, demasiado osado. Pero sería injusto ignorar la dimensión del cambio que representó. Con él, la Iglesia habló de ecología con urgencia (Laudato si’), de los pobres con prioridad, de la misericordia por encima del castigo. Se acercó a los musulmanes, visitó prisiones, criticó sin miedo el capitalismo salvaje y se mostró vulnerable cuando el dolor del mundo se le hacía cuerpo.

Al morir, deja una Iglesia más abierta, aunque también más discutida. Su decisión de ser enterrado en la Basílica de Santa María la Mayor —y no en las grutas vaticanas— resume su estilo: devoto de la Virgen, al margen de la pompa, más cerca de Roma que del Vaticano.

Con Francisco se va un hombre que creyó en una fe encarnada, una que camina, que escucha, que no grita desde arriba. Un papa que rompió moldes no con estridencia, sino con coherencia. Un pastor que, más que pontífice, fue puente.

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