Belgrano no fue un prócer: fue una anomalía. En un tiempo donde el poder era privilegio, él apostó por la educación gratuita para mujeres y varones. En un país colonial, pensó en la industria nacional. Mientras muchos gritaban libertad, él diseñaba políticas para que esa libertad fuera concreta.

Estudió en Salamanca, fue abogado de comercio y se volvió economista autodidacta. Creía que sin conocimiento no había independencia duradera. En la guerra, aprendió sobre la marcha: comandó ejércitos, cruzó el norte a pie y firmó órdenes con las uñas rotas por el frío. Nunca fue el mejor militar. Pero puso el cuerpo. Y la cabeza.

La bandera fue apenas un gesto —icónico, sí— pero mucho más simbólico que estratégico. Belgrano sabía que hacía falta un emblema para que el pueblo creyera en algo más grande que sus miserias diarias. Y lo izó. Sin permiso. Lo retaron.

Murió pobre, olvidado. Su último sueldo se usó para pagar deudas del ejército. No tuvo funeral de Estado. Pero sí dejó una frase: “Me glorificaría más sacando de la indigencia a un solo hombre que conquistando miles de enemigos”. El 3 de junio se lo recuerda por su nacimiento, pero tal vez deberíamos recordarlo por su lucidez incómoda.